30 de septiembre de 2007

La balsa de piedra (José Saramago)

Van ya por el camino, que es estrecho, Pedro Orce tiene que ir detrás, los otros le explicarán luego lo dicho, si al español le interesan realmente estas vidas portuguesas. No vivo en esta aldea de Ereira, comenzó Joana Carda, mi casa estaba en Coimbra, estoy aquí sólo desde hace un mes, al separarme de mi marido, los motivos, de qué serviría ahora hablar de los motivos, a veces basta con uno solo, otras veces ni juntándolos todos, si las vidas de cada uno de ustedes no les han enseñado eso, pobrecillos, y digo vidas, no vida, porque tenemos varias, afortunadamente se van matando unas a otras, de lo contrario no podríamos vivir. Saltó un reguero ancho, los hombres la siguieron, y cuando se recompuso el grupo, pisando ahora un suelo blando y arenosos, de tierra que las crecidas dejaron, Joana Carda siguió hablando, Estoy en casa de unos parientes, quería pensar, pero no es el balance de costumbre, habré hecho bien, habré hecho mal, lo hecho hecho está, lo que quería era pensar en la vida, para qué sirve, para qué serví yo en ella, sí, llegué a una conclusión y creo que no hay otra, no sé cómo es la vida. Se ve en la cara de José Anaiço y Joaquim Sassa que van desorientados, la mujer que bajó a la ciudad palo en mano proclamando imposibles actos de agrimensores les sale ahora filósofa en los campos del Montego, y de especie negativa o, más complicada aún, de esa categoría especial que dice sí cuando dice no, que dirá no cuando sí haya dicho. José Anaiço, que tiene licencia profesoral, está habilitado para percibir mejor las contradicciones, no es el caso de Joaquim Sassa, apenas las presiente, por eso le molestan doblemente. Prosigue Joana Carda, parada ahora porque está cerca del lugar adonde quiere conducir a los hombres, y aún le faltan algunas cosas por decir, otras que hubiere quedarán para otra ocasión, Si fui a Lisboa a buscarlos, no fue sólo por causa de los hechos insólitos a los que aparecen vinculados, sino porque vi que eran personas apartadas de la lógica aparente del mundo, y así precisamente me siento yo, habría sido una desilusión si no hubieran venido conmigo hasta aquí, pero vinieron, puede que aún haya algo que tenga sentido, o que vuelva a tenerlo después de haberlo perdido todo, ahora, acompáñenme.


José Saramago [1], [2], “La balsa de piedra”, 1986

26 de septiembre de 2007

Ciudad de Dios (Fernando Meirelles)

Una historia de rencores y envidias, de frustración y deseo, de cobardes y verdugos, de vejación y desgarro, de enfrentamiento y violencia, de dolor y muerte, de desgraciada realidad. A lo largo de este relato que abarca tres décadas, la película nos presenta un mosaico de tribus urbanas, de distintos comportamientos que acabarán cayendo en la corrupción, que tienen como común denominador las drogas como eje fundamental de su vida, ya sea como medio de supervivencia o como costumbre adictiva, pero, en definitiva, siempre como pasaporte a la destrucción. Pero el problema que refleja con pesimismo y desesperación “Cidade de Deus” no es el de los peligros personales de los estupefacientes, sino la vorágine en su totalidad, el mundo jerárquico e intocable que crean, los intereses económicos que mueven, la manga ancha de las autoridades ante ellos.

Y todo este mundo opresivo, este callejón sin salida, esta guarida infernal, es plasmado con rigor, narrado con grandiosa fuerza, cortante ritmo e inigualable pasión en esta película que aspira a convertirse en un título clave del realismo del tercer mundo, una película de visión indispensable, un grito de protesta ahogado por el envilecimiento global de la población, la complicidad de todas las clases sociales y el sufrimiento como rutina.


Dirección: Fernando Meirelles.
Codirección: Katia Lund.
País: Brasil.
Año: 2002.
Duración: 135 min.
Interpretación: Matheus Nachtergaele (Sandro Cenoura), Seu Jorge (Mané Galinha), Alexandre Rodríguez (Buscapé), Leandro Firmino da Hora (Zé pequeno), Phellipe Haagensen (Bené), Jonathan Haagensen (Cabeleira), Douglas Silva (Dadinho), Roberta Rodríguez Silvia (Berenice), Gero Camilo (Paraíba), Graziela Moretto (Marina), Renato de Souza (Marreco).
Guión: Bráulio Mantovani; basado en la novela de Paolo Lins.
Producción: Andrea Barata Ribeiro y Maurício Andrade Ramos.
Música: Antonio Pinto y Ed Côrtes.
Fotografía: César Charlone.
Web oficial: www.cidadedeus.com
Info: http://es.wikipedia.org/wiki/Ciudad_de_Dios

15 de septiembre de 2007

Tom Waits, la voz rota en la feria de los perdidos

Voz de humo, de ambiente cargado de sueños rotos, de lluvia incesante barriendo los días, de tristes cabriolas de titiritero ambulante, de ciudad devoradora, de saxos arrastrados, de desolados perdedores, de gato callejero, de miradas calientes, de vagabundos, de antros olvidados, de esquinas turbadoras... Y de una catarata emocional que no deja indiferente. Escuchar a Tom Waits desagrada o engancha, pero contiene demasiadas sensaciones como para olvidarle.


Tom Waits, Library

5 de septiembre de 2007

Alicante, fin de un sueño, inicio de la barbarie

Alicante, 1 de abril de 1939

Huir, escapar hacia la costa levantina se convirtió para muchos en objetivo prioritario. (…) El puerto de Alicante se convirtió en el refugio de una multitud, entre doce y quince mil personas, que esperaba en vano la llegada de nuevos barcos que nunca aparecerían. Sí se presentaron, en cambio, la tarde del día 30 las tropas italianas de la División Vittorio (…). Cercados, a la derrota en el campo de batalla se sumó otra que calaba aún más hondo: la imposibilidad de escapar. Algunos optaron por pegarse un tiro allí mismo. Los más, por entregarse a las tropas nacionales.

El destino de la mayoría de ellos fue un improvisado campo de concentración erizado de alambradas en la falda del monte de San Julián, a un par de kilómetros de Alicante: el “Campo de los Almendros”. En una superficie de aproximadamente 3 kilómetros de largo por 500 metros de ancho, plagada de almendros, cuyos frutos fueron el único alimento de los allí confinados durante seis interminables días, llegaron a concentrarse cincuenta mil personas. A él fueron a parar los detenidos en el puerto, los que lo eran en los pueblos vecinos y los que circulaban por las carreteras, ya fueran militares o civiles, que formaban parte del éxodo general. Pasados unos días, comenzaron a ser clasificados y repartidos por otros centros de detención. A la prisión militar fueron los mandos republicanos más conocidos; el resto de los hombres fueron encarcelados entre la plaza de toros, los castillos de Santa Bárbara y San Fernando, y la prisión provincial, mientras las aproximadamente cinco mil mujeres detenidas, muchas de ellas con sus hijos, fueron concentradas en salas de cine de Alicante. Muchos de aquellos presos serían después trasladados a campo de concentración de Albatera.

A todos les llegó el eco del último parte oficial de guerra, firmado el 1 de abril por el Generalísimo : “En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado”.

La guerra había terminado, pero comenzaba una terrible represión para eliminar al disidente (…)

“Trece rosas rojas”, Carlos Fonseca, 2004