26 de diciembre de 2007
23 de diciembre de 2007
El retrato de Dorian Gray (Oscar Wilde)
(…)
- ¿Es cierto que ejerce tan mal influencia, lord Herny? – dijo al cabo de unos instantes-. ¿tan mala como afirma Basil?
- La buena influencia no existe, señor Gray. Toda influencia es inmoral, inmoral desde el punto de vista científico.
- ¿Por qué?
- Porque influir en una persona significa entregarle el alma. Ya no piensa con sus propios pensamientos, ni se consume en sus propias pasiones. Sus virtudes dejan de ser reales. Sus pecados, si es que existe tal cosa, son algo prestado. Se convierte en el eco de una música ajena, en el actor de un papel que se ha escrito para otro. El fin de de la vida es el desarrollo personal. El perfecto desarrollo de la propia naturaleza: he ahí nuestra razón de ser. Hoy en día, la gente tiene miedo de sí mima. Han olvidado su principal deber, el deber que uno tiene consigo mismo. Naturalmente, son caritativos. Dan de comer al hambriento y de vestir al mendigo. Pero privan de alimento a su propia alma y están desnudos. El valor ha abandonado a nuestra raza. Puede que nunca lo hayamos tenido. El terror a la sociedad, que es el fundamento de la moral, el terror a Dios, que constituye el secreto de la religión: esos dos elementos nos rigen. Y sin embargo…
- Gira un poco la cabeza a la derecha, Dorian, sé buen chico –dijo el pintor concentrado en su trabajo y consciente sólo de que una expresión antes inexistente había surgido en el rostro de joven.
- Y sin embargo –siguió lord Henry con su voz pausada y musical, y con esa graciosa inflexión de la mano que siempre le había caracterizado y que ya tenía en la época de Eton-, yo creo que si un hombre viviese su vida con plenitud, integralmente, si diese forma a todos sus sentimientos y expresión a todos sus pensamientos, si hiciese realidad su sueños, creo que el mundo recibiría tal estímulo de renovada alegría que olvidaríamos todos los males del medievalismo para volver al ideal helénico, o a algo quizá más bello, más rico que el ideal helénico. Pero hasta el más valiente de entre nosotros se teme a sí mismo. La mutilación del salvaje tiene su trágica supervivencia en la autonegación que infecta nuestras vidas. Recibimos un castigo por nuestro rechazo. Cada impulso que luchamos por aniquilar, obsesiona nuestra mente envenenándola. El cuerpo peca una vez y así acaba con su pecado, ya que la acción es una forma de purificación. Nada queda después sino el recuerdo de lo placentero o la voluptuosidad del arrepentimiento. La única forma de librase de una tentación es ceder ante ella. De resistirse, el alma enfermará anhelando aquellas cosas que se ha prohibido, deseando lo que sus monstruosas leyes han convertido en terrible e ilícito. Se ha dicho que los grandes acontecimientos del mundo tienen lugar en la mente. Y es también en la mente, sólo en la mente, donde se cometen los grandes pecados. Usted mismo, señor Gray, con su floreciente juventud y su pálida adolescencia, usted mismo ha tenido pasiones que lo han atemorizado, pensamientos que lo han llenado de horror, sueños dormido y sueños despierto cuyo solo recuerdo podría cubrir de rubor sus mejillas.
- ¡Calle! –dijo Dorian Gray con voz desmayada-. ¡Calle usted! Me aturde. No sé qué decir. Presiento una respuesta, pero no puedo encontrarla. No hable. Déjeme pensar. O, más bien, permítame que intente no pensar.
Permaneció así casi diez minutos, inmóvil, con los labios entreabiertos y un raro brillo en los ojos. Era vagamente consciente de que nuevas influencias estaban actuando en su interior. Sin embargo, sentía que era de sí mismo de quien provenían. Las pocas palabras que había pronunciado el amigo de Basil –sin lugar a dudas palabras dichas por casualidad, y que encerraban una paradoja deliberada- habían tocado una cuerda secreta que nunca antes se había pulsado, pero que ahora sentía vibrar y palpitar con extrañas emociones.
(…)
Lord Henry lo observaba con su sutil sonrisa. Conocía el preciso momento en que debía callar. Se sentía profundamente interesado. Le asombraba la súbita impresión que sus palabras habrían producido y, recordando un libro que leyó a los dieciséis años, un libro que le había revelado muchas cosas que antes no sabía, se preguntó si Dorian Gray estaría pasando por una experiencia similar. Él sólo había lanzado una flecha al aire. ¿Había dado en el blanco? ¡Qué fascinante era aquel muchacho!
(…)
“El retrato de Dorian Gray”, Oscar Wilde, 1890
- ¿Es cierto que ejerce tan mal influencia, lord Herny? – dijo al cabo de unos instantes-. ¿tan mala como afirma Basil?
- La buena influencia no existe, señor Gray. Toda influencia es inmoral, inmoral desde el punto de vista científico.
- ¿Por qué?
- Porque influir en una persona significa entregarle el alma. Ya no piensa con sus propios pensamientos, ni se consume en sus propias pasiones. Sus virtudes dejan de ser reales. Sus pecados, si es que existe tal cosa, son algo prestado. Se convierte en el eco de una música ajena, en el actor de un papel que se ha escrito para otro. El fin de de la vida es el desarrollo personal. El perfecto desarrollo de la propia naturaleza: he ahí nuestra razón de ser. Hoy en día, la gente tiene miedo de sí mima. Han olvidado su principal deber, el deber que uno tiene consigo mismo. Naturalmente, son caritativos. Dan de comer al hambriento y de vestir al mendigo. Pero privan de alimento a su propia alma y están desnudos. El valor ha abandonado a nuestra raza. Puede que nunca lo hayamos tenido. El terror a la sociedad, que es el fundamento de la moral, el terror a Dios, que constituye el secreto de la religión: esos dos elementos nos rigen. Y sin embargo…
- Gira un poco la cabeza a la derecha, Dorian, sé buen chico –dijo el pintor concentrado en su trabajo y consciente sólo de que una expresión antes inexistente había surgido en el rostro de joven.
- Y sin embargo –siguió lord Henry con su voz pausada y musical, y con esa graciosa inflexión de la mano que siempre le había caracterizado y que ya tenía en la época de Eton-, yo creo que si un hombre viviese su vida con plenitud, integralmente, si diese forma a todos sus sentimientos y expresión a todos sus pensamientos, si hiciese realidad su sueños, creo que el mundo recibiría tal estímulo de renovada alegría que olvidaríamos todos los males del medievalismo para volver al ideal helénico, o a algo quizá más bello, más rico que el ideal helénico. Pero hasta el más valiente de entre nosotros se teme a sí mismo. La mutilación del salvaje tiene su trágica supervivencia en la autonegación que infecta nuestras vidas. Recibimos un castigo por nuestro rechazo. Cada impulso que luchamos por aniquilar, obsesiona nuestra mente envenenándola. El cuerpo peca una vez y así acaba con su pecado, ya que la acción es una forma de purificación. Nada queda después sino el recuerdo de lo placentero o la voluptuosidad del arrepentimiento. La única forma de librase de una tentación es ceder ante ella. De resistirse, el alma enfermará anhelando aquellas cosas que se ha prohibido, deseando lo que sus monstruosas leyes han convertido en terrible e ilícito. Se ha dicho que los grandes acontecimientos del mundo tienen lugar en la mente. Y es también en la mente, sólo en la mente, donde se cometen los grandes pecados. Usted mismo, señor Gray, con su floreciente juventud y su pálida adolescencia, usted mismo ha tenido pasiones que lo han atemorizado, pensamientos que lo han llenado de horror, sueños dormido y sueños despierto cuyo solo recuerdo podría cubrir de rubor sus mejillas.
- ¡Calle! –dijo Dorian Gray con voz desmayada-. ¡Calle usted! Me aturde. No sé qué decir. Presiento una respuesta, pero no puedo encontrarla. No hable. Déjeme pensar. O, más bien, permítame que intente no pensar.
Permaneció así casi diez minutos, inmóvil, con los labios entreabiertos y un raro brillo en los ojos. Era vagamente consciente de que nuevas influencias estaban actuando en su interior. Sin embargo, sentía que era de sí mismo de quien provenían. Las pocas palabras que había pronunciado el amigo de Basil –sin lugar a dudas palabras dichas por casualidad, y que encerraban una paradoja deliberada- habían tocado una cuerda secreta que nunca antes se había pulsado, pero que ahora sentía vibrar y palpitar con extrañas emociones.
(…)
Lord Henry lo observaba con su sutil sonrisa. Conocía el preciso momento en que debía callar. Se sentía profundamente interesado. Le asombraba la súbita impresión que sus palabras habrían producido y, recordando un libro que leyó a los dieciséis años, un libro que le había revelado muchas cosas que antes no sabía, se preguntó si Dorian Gray estaría pasando por una experiencia similar. Él sólo había lanzado una flecha al aire. ¿Había dado en el blanco? ¡Qué fascinante era aquel muchacho!
(…)
“El retrato de Dorian Gray”, Oscar Wilde, 1890
7 de diciembre de 2007
El hombre que vive en casa del zapatero remendón
El pequeño remanso de paz de Suiza, por todas partes azotado por la marea viva de la guerra mundial, se convierte durante los años de 1915, 1916, 1917 y 1918, sin interrupción, en el escenario de una emocionante novela policíaca. En los hoteles de lujo, los enviados de las potencias enemigas, que hace un año jugaban amistosamente al bridge y se invitaban unos a otros a sus respectivas casas, se cruzan ahora fríamente y como si no se conocieran de nada. De sus habitaciones se escurre todo un enjambre de impenetrables figuras. Delegados, secretarios, agregados, comerciantes, damas cubiertas o descubiertas, todos ellos con encargos misteriosos. Delante de los hoteles estacionan lujosos automóviles con emblemas extranjeros, de los que se bajan industriales, reporteros, grandes músicos y turistas aparentemente ocasionales. Pero casi todos tienen una única misión: enterarse de algo, atisbar algo. Y tanto el mozo que les acompaña hasta las habitaciones como la chica que las limpia, son instigados a observar, a estar al acecho. Por todas partes, las organizaciones actúan unas contra otras. En las fondas, en las pensiones, en las oficinas de correos, en los cafés. Lo que se denomina propaganda es la mitad de las veces espionaje. Lo que adopta el aire del amor, traición. Y cada negocio al descubierto de cualquiera de estos apresurados forasteros encubre un segundo y un tercero. Todo es notificado. Todo, controlado. En cuanto un alemán de cierto rango entra en Zurich, ya lo sabe la embajada rival en Berna. Y una hora después, la de París. Día tras día, los pequeños y grandes agentes envían volúmenes enteros de informes auténticos o falsos a los agregados. Y éstos los reexpiden. Todas las paredes son de cristal. Los teléfonos están intervenidos. Con el contenido de las papeleras y el de las hojas de papel secante se reconstruye cualquier correspondencia. Y al final la confusión llega hasta el absurdo de que muchos no saben ya lo que son: si cazadores o cazados, espías o espiados, traicionados o traidores.
Únicamente sobre un hombre hay pocos informes en aquellos días. Tal vez porque pasa desapercibido y porque no se aloja en los hoteles elegantes, ni se sienta en los cafés, ni asiste a las sesiones de propaganda, sino que con su mujer vive por completo retirado en casa de un zapatero remendón. Se aloja justo detrás del Limmat, en la estrecha, vieja y retorcida Spiegelgasse, en el segundo piso de una de esas sólidas casas de techos abovedados de la parte antigua de la ciudad, ahumada en parte por el tiempo, en parte por la pequeña fábrica de embutidos que se encuentra en el patio. La mujer de un panadero, un italiano y un actor austriaco son sus vecinos. Lo que saben de él los inquilinos de la casa es que no es muy hablador. Y poco más. Que es ruso y que su nombre resulta difícil de pronunciar. Que hace muchos años huyó de su patria y que no dispone de grandes riquezas, ni está metido en ningún negocio lucrativo, lo sabe la patrona por las frugales comidas y el gastado guardarropa de la pareja, que con todos sus enseres apenas llenan el pequeño cesto que traían consigo cuando llegaron.
Ese pequeño hombre bajo y corpulento es tan poco llamativo y vive tan discretamente como le es posible. Evita la sociedad. Rara vez se encuentran los vecinos con la mirada penetrante y oscura de sus estrechos ojos. Rara vez tiene visita. Pero con regularidad, día tras día, todas las mañanas hacia las nueve, va a la biblioteca y se queda allí hasta que dan las doce. Justo diez minutos después de las doce está otra vez en casa. Y diez minutos antes de la una abandona la casa, para otra vez llegar el primero a la biblioteca, donde se queda hasta las seis de la tarde. Pero como las agencias de noticias sólo prestan atención a la gente que habla mucho y no saben que los hombres solitarios, que siempre está leyendo y aprendiendo, son los más peligrosos a la hora de revolucionar el mundo, nadie escribe un solo informe sobre ese hombre que pasa desapercibido y que vive en casa del zapatero remendón. En los círculos socialistas, por otra parte, se tiene puntual información sobre él. Que ha sido redactor en Londres de una pequeña y radical revista rusa de la emigración y que en San Petersburgo se le considera el líder de algún extraordinario partido de nombre impronunciable. Pero como habla con dureza y desdén de los más prestigiosos miembros del partido y declara que sus métodos son equivocados, como se muestra inabordable y por lo tanto inconciliable, no se preocupan demasiado por él. A las asambleas que organizar algunas noches en un café proletario asisten a lo sumo entre quince y veinte personas, en su mayoría jóvenes. Y así, se tolera a este hombre huraño como a todos los emigrantes rusos, que se calientan la cabeza con mucho té e infinitas discusiones. Nadie tiene al pequeño hombre de frente estrecha por influyente. Ni tres docenas de personas en Zurich consideran importante aprenderse el nombre de ese tal Vladímir Ilich Uliánov, el hombre que vive donde el zapatero remendón. Y si entonces uno de esos flamantes automóviles que en muy poco tiempo corren a toda velocidad de una embajada a otra, hubiera atropellado a ese hombre en la calle, dejándole muerto, el mundo no lo conocería, ni bajo el nombre de Uliánov ni bajo aquel otro de Lenin.
“El tren sellado. Lenin, 9 de abril de 1917”
Stefan Zweig, “Momentos estelares de la humanidad”, 1929Únicamente sobre un hombre hay pocos informes en aquellos días. Tal vez porque pasa desapercibido y porque no se aloja en los hoteles elegantes, ni se sienta en los cafés, ni asiste a las sesiones de propaganda, sino que con su mujer vive por completo retirado en casa de un zapatero remendón. Se aloja justo detrás del Limmat, en la estrecha, vieja y retorcida Spiegelgasse, en el segundo piso de una de esas sólidas casas de techos abovedados de la parte antigua de la ciudad, ahumada en parte por el tiempo, en parte por la pequeña fábrica de embutidos que se encuentra en el patio. La mujer de un panadero, un italiano y un actor austriaco son sus vecinos. Lo que saben de él los inquilinos de la casa es que no es muy hablador. Y poco más. Que es ruso y que su nombre resulta difícil de pronunciar. Que hace muchos años huyó de su patria y que no dispone de grandes riquezas, ni está metido en ningún negocio lucrativo, lo sabe la patrona por las frugales comidas y el gastado guardarropa de la pareja, que con todos sus enseres apenas llenan el pequeño cesto que traían consigo cuando llegaron.
Ese pequeño hombre bajo y corpulento es tan poco llamativo y vive tan discretamente como le es posible. Evita la sociedad. Rara vez se encuentran los vecinos con la mirada penetrante y oscura de sus estrechos ojos. Rara vez tiene visita. Pero con regularidad, día tras día, todas las mañanas hacia las nueve, va a la biblioteca y se queda allí hasta que dan las doce. Justo diez minutos después de las doce está otra vez en casa. Y diez minutos antes de la una abandona la casa, para otra vez llegar el primero a la biblioteca, donde se queda hasta las seis de la tarde. Pero como las agencias de noticias sólo prestan atención a la gente que habla mucho y no saben que los hombres solitarios, que siempre está leyendo y aprendiendo, son los más peligrosos a la hora de revolucionar el mundo, nadie escribe un solo informe sobre ese hombre que pasa desapercibido y que vive en casa del zapatero remendón. En los círculos socialistas, por otra parte, se tiene puntual información sobre él. Que ha sido redactor en Londres de una pequeña y radical revista rusa de la emigración y que en San Petersburgo se le considera el líder de algún extraordinario partido de nombre impronunciable. Pero como habla con dureza y desdén de los más prestigiosos miembros del partido y declara que sus métodos son equivocados, como se muestra inabordable y por lo tanto inconciliable, no se preocupan demasiado por él. A las asambleas que organizar algunas noches en un café proletario asisten a lo sumo entre quince y veinte personas, en su mayoría jóvenes. Y así, se tolera a este hombre huraño como a todos los emigrantes rusos, que se calientan la cabeza con mucho té e infinitas discusiones. Nadie tiene al pequeño hombre de frente estrecha por influyente. Ni tres docenas de personas en Zurich consideran importante aprenderse el nombre de ese tal Vladímir Ilich Uliánov, el hombre que vive donde el zapatero remendón. Y si entonces uno de esos flamantes automóviles que en muy poco tiempo corren a toda velocidad de una embajada a otra, hubiera atropellado a ese hombre en la calle, dejándole muerto, el mundo no lo conocería, ni bajo el nombre de Uliánov ni bajo aquel otro de Lenin.
“El tren sellado. Lenin, 9 de abril de 1917”
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