7 de diciembre de 2007

El hombre que vive en casa del zapatero remendón

El pequeño remanso de paz de Suiza, por todas partes azotado por la marea viva de la guerra mundial, se convierte durante los años de 1915, 1916, 1917 y 1918, sin interrupción, en el escenario de una emocionante novela policíaca. En los hoteles de lujo, los enviados de las potencias enemigas, que hace un año jugaban amistosamente al bridge y se invitaban unos a otros a sus respectivas casas, se cruzan ahora fríamente y como si no se conocieran de nada. De sus habitaciones se escurre todo un enjambre de impenetrables figuras. Delegados, secretarios, agregados, comerciantes, damas cubiertas o descubiertas, todos ellos con encargos misteriosos. Delante de los hoteles estacionan lujosos automóviles con emblemas extranjeros, de los que se bajan industriales, reporteros, grandes músicos y turistas aparentemente ocasionales. Pero casi todos tienen una única misión: enterarse de algo, atisbar algo. Y tanto el mozo que les acompaña hasta las habitaciones como la chica que las limpia, son instigados a observar, a estar al acecho. Por todas partes, las organizaciones actúan unas contra otras. En las fondas, en las pensiones, en las oficinas de correos, en los cafés. Lo que se denomina propaganda es la mitad de las veces espionaje. Lo que adopta el aire del amor, traición. Y cada negocio al descubierto de cualquiera de estos apresurados forasteros encubre un segundo y un tercero. Todo es notificado. Todo, controlado. En cuanto un alemán de cierto rango entra en Zurich, ya lo sabe la embajada rival en Berna. Y una hora después, la de París. Día tras día, los pequeños y grandes agentes envían volúmenes enteros de informes auténticos o falsos a los agregados. Y éstos los reexpiden. Todas las paredes son de cristal. Los teléfonos están intervenidos. Con el contenido de las papeleras y el de las hojas de papel secante se reconstruye cualquier correspondencia. Y al final la confusión llega hasta el absurdo de que muchos no saben ya lo que son: si cazadores o cazados, espías o espiados, traicionados o traidores.

Únicamente sobre un hombre hay pocos informes en aquellos días. Tal vez porque pasa desapercibido y porque no se aloja en los hoteles elegantes, ni se sienta en los cafés, ni asiste a las sesiones de propaganda, sino que con su mujer vive por completo retirado en casa de un zapatero remendón. Se aloja justo detrás del Limmat, en la estrecha, vieja y retorcida Spiegelgasse, en el segundo piso de una de esas sólidas casas de techos abovedados de la parte antigua de la ciudad, ahumada en parte por el tiempo, en parte por la pequeña fábrica de embutidos que se encuentra en el patio. La mujer de un panadero, un italiano y un actor austriaco son sus vecinos. Lo que saben de él los inquilinos de la casa es que no es muy hablador. Y poco más. Que es ruso y que su nombre resulta difícil de pronunciar. Que hace muchos años huyó de su patria y que no dispone de grandes riquezas, ni está metido en ningún negocio lucrativo, lo sabe la patrona por las frugales comidas y el gastado guardarropa de la pareja, que con todos sus enseres apenas llenan el pequeño cesto que traían consigo cuando llegaron.

Ese pequeño hombre bajo y corpulento es tan poco llamativo y vive tan discretamente como le es posible. Evita la sociedad. Rara vez se encuentran los vecinos con la mirada penetrante y oscura de sus estrechos ojos. Rara vez tiene visita. Pero con regularidad, día tras día, todas las mañanas hacia las nueve, va a la biblioteca y se queda allí hasta que dan las doce. Justo diez minutos después de las doce está otra vez en casa. Y diez minutos antes de la una abandona la casa, para otra vez llegar el primero a la biblioteca, donde se queda hasta las seis de la tarde. Pero como las agencias de noticias sólo prestan atención a la gente que habla mucho y no saben que los hombres solitarios, que siempre está leyendo y aprendiendo, son los más peligrosos a la hora de revolucionar el mundo, nadie escribe un solo informe sobre ese hombre que pasa desapercibido y que vive en casa del zapatero remendón. En los círculos socialistas, por otra parte, se tiene puntual información sobre él. Que ha sido redactor en Londres de una pequeña y radical revista rusa de la emigración y que en San Petersburgo se le considera el líder de algún extraordinario partido de nombre impronunciable. Pero como habla con dureza y desdén de los más prestigiosos miembros del partido y declara que sus métodos son equivocados, como se muestra inabordable y por lo tanto inconciliable, no se preocupan demasiado por él. A las asambleas que organizar algunas noches en un café proletario asisten a lo sumo entre quince y veinte personas, en su mayoría jóvenes. Y así, se tolera a este hombre huraño como a todos los emigrantes rusos, que se calientan la cabeza con mucho té e infinitas discusiones. Nadie tiene al pequeño hombre de frente estrecha por influyente. Ni tres docenas de personas en Zurich consideran importante aprenderse el nombre de ese tal Vladímir Ilich Uliánov, el hombre que vive donde el zapatero remendón. Y si entonces uno de esos flamantes automóviles que en muy poco tiempo corren a toda velocidad de una embajada a otra, hubiera atropellado a ese hombre en la calle, dejándole muerto, el mundo no lo conocería, ni bajo el nombre de Uliánov ni bajo aquel otro de Lenin.


“El tren sellado. Lenin, 9 de abril de 1917”
Stefan Zweig, “Momentos estelares de la humanidad”, 1929

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